Segunda-feira, 31 de Janeiro de 2011

Mis Camelias – 14 – por Raúl Iturra

(Continuação)

 

MEMÓRIAS DE PADRES INTERESADOS - ENSAIO DE ETNOPSICOLOGIA DE LA INFANCIA

 

Bien, el desgarro del texto ha sido grande. Aún no he llegado al relato final de la meningitis de Eugenia. O, talvez, quiera evitarlo. Me siento... culpable...  El trabajo era mío y quién estaba a pagar por la investigación, era nuestra hija mayor, porque Gloria ya estaba habituada a nuestra forma de vida en la aldea y no quería irse de vuelta al Reino Unido, en  el día en que debíamos partir. Es evidente que la enfermedad de Eugenia atrasó la partida. Pero no causó alegría en ninguno de nosotros el hecho de demorarla, por causa del motivo de la tardanza. Aún más, debíamos partir porque, como he narrado en otro libro mío, tenía un  pasaporte temporal, de corta duración, dado por el ciudadano Español, Cónsul de Chile en el Puerto de Vigo, por simpatía para nosotros, perseguidos como estábamos en todo el mundo, por la Dictadura de Chile. El Cónsul que había sido Republicano en sus tiempos, otorgó una visa de dos meses, en Noviembre de 1975, que expiraba a finales de Enero de 1976. Y la enfermedad de Eugenia fue en Noviembre.

 

Nos sentíamos acosados por todos los sitios. Cuando reparé en la enfermedad de Eugenia, fui de inmediato a nuestro pedíatra de Lalín, quien nos dijo que no debía ser nada. Yo insistí mucho, relaté con el mismo fervor que había hablado en el Hospital de Edimburgo sobre el envenenamiento alimentar de Eugenia, pero un tuve éxito, el médico ya estaba habituado que por todo o por nada, estábamos en su consultorio. Me dijo que me fuera a casa o llevara a la niña, a las dos, porque si era lo que yo decía que parecía ser, una meningitis, había peligro de contagio para nuestra hija más pequeña. Repliqué de inmediato que por causa del frío, no las podía llevar a la calle, él, irónico, dijo que si era como yo decía, mucha fiebre, la nieve haría bajar la temperatura. Como no tenía alternativa e era un Viernes y los médicos no trabajan durante el fin de semana, me sentí desesperado y las fui a buscar. El médico las revisó, dio su diagnóstico y decidió, en su médica sabiduría,  que la niña tenía solo un catarro con otitis. Nada contento, volví con ellas a nuestra casa de la aldea. Esa noche fue en vela. Eugenia paseaba sonámbula por la casa, con nosotros sin saber qué hacer. Después, comenzó a dormir y tenía el cuello tieso. De madrugada, ese Sábado que nunca olvidaré, fui a correr al médico, ya estaba a preparar todo para volver a su casa de Compostela, pero al oír mi relato, dijo: "Bueno amigo, yo lo llevo, su casa, me queda en el camino a Santiago". No abrí la boca para que no se fuera a arrepentir. En vista de mi silencio, él fue cantando y yo, muy herido con todo, ni lo miraba. Bajamos en casa, entró, mal vio a la niña en la cama, la auscultó y dijo: "Joder, Ud. tenía toda la razón, parece ser meningitis, el problema es saber el tipo, si es de bacteria o de virus y sólo será posible saber si vamos a la Clínica y es allí analizada.

 

 Hay dos tipos, la que mata y la que lesiona, es decir, de batería o de vírus". Yo tenía todo, excepto dinero. Pero nuestra hija, como hace cantare Mozart en su Ópera Cosi fan tutte[81] que las personas amadas por nosotros, valen un Perú, es decir, una referencia a la estimada riqueza de oro de la hoy República del Perú. No pensé ni un minuto, pregunté cuál era la mejor Clínica de Compostela. Era, por supuesto, La Rosaleda, la mejor y la más cara. Pero los padres no nos fijamos en gastos en estos casos, por la que a La Rosaleda, nos dirigimos de inmediato. Para no quedar solos, llamamos a nuestros amigos Xosé Manuel Beiras y, en ese tiempo, su mujer, Teresa García Sabell. Corrieron a la clínica. Xosé Manuel decía: "Es que no es posible, no puede ser. La meningitis es endémica en Galicia y justo tenía que acontecer a la familia más sacrificada, mas entregada a la investigación de campo, eso que nosotros nunca hemos podido hacer", y, con desesperación, se paseaba por los corredores en cuanto la niña era examinada, agarrando la cabeza con dos manos. De padre sufriente y acongojado, tuve que pasar a ser amigo que apoyaba, marido que apoyaba, paciente que apoyaba a un médico arrepentido por no haberme creído a tiempo, por haber desconfiado de nosotros.

 

Ese apoyo me salvara de perder la cabeza y de entregarme, yo mismo, a la desesperación, porque, desesperado, eso estaba yo. Sabía también que un padre que pierde la cabeza nada puede hacer, ni salvar a su hija, que era lo que pretendíamos. La meningitis había sido adquirida por Eugenia en sus costumbres de jugar con sus amigas entre las vacas de los establos, o cortes, como se dice en luso galaico, y que los gallegos republicanos y contra Franco, aún vivo y dictador, hacían bromas: "Las cortes de Franco tienen...vacas y están llena de bostas". Tenía la esperanza de que fuera una meningitis bacteriana e no viral. La bacteriana es curable, la viral deja secuelas o mata.[82]. ¡Nunca en nuestra vida habíamos estado pendientes del color,excepto en el batic´ de Gloria, como esta vez, de una enfermedad! Si el líquido raquídeo era negro, entonces era viral y mata; si el líquido fuera blanco, era de bacteria, posible de curar de inmediato. Cuando Angel Pensado el médico salió del quirófano, donde estaba Eugenia, ese sitio que, en la infame práctica de los médicos no nos dejan entrar para estar con las personas que más amamos, dijo por suerte el líquido es de color blanco...  Como en el nacimiento de Eugenia, que no me fue permitido entrar al quirófano de dar a luz, como he referido en otros libros míos. Cuando Ángel salió, decía, venía aliviado: el líquido era blanco, era bacteria que, con penicilina sódica, podía ser curada. ¡Bueno, bueno, bueno! La niña estaba a ser salvada. Como es posible imaginar, no abandoné ni un momento a nuestra hija. Nuestra suerte era que mi hermana Blanquita, mi cuñado Miguel y la hija de ellos, Alejandra, de tres meses, estaban en nuestra casa de la aldea, para cuidar a nuestra Camila, que no podía entender en sus cortos año y medio de edad, lo que pasaba en casa, por qué los papás no estaban, especialmente su Daddy, o así lo quiero recordar yo y así quiero pensarlo. Gloria dormía en casa de los Beira, ese nuestro hogar en Compostela, y yo, en el Hospital. Cuando Eugenia estaba mejor, fui de inmediato a Vilatuxe para traer a la más nueva, Camila...  quién... no quería ir. ¡Ella adoraba estar con sus recién conocidos tíos! Tuve que dejarla en su santa libertad, lo que era menos un peso para nosotros.  No sabía lo famosos que éramos, pero, como siempre se dice, los amigos se conocen en la cárcel y en las deudas, agrego, y también en la enfermedad. Fue lo que pasó con nosotros, era un desfile de gallegos de Compostela y de Vilatuxe, para saber como estaban Eugenia y sus papás. Hasta dinero nos querían ofrecer... Especialmente nuestra amiga monja, Carmen Cervera, esa monja madrileña que, como relato en otro libro mío, me dijo que había dejado su Convento sin monjas, porque había hablado allí sobre nuestro internacional movimiento de Cristianos para el Socialismo. Agradecí el dinero, pero no lo acepté, antes pedí que, como era una persona creyente y de fe, que fuera a orar por nuestra hija, por causa de las posibles secuelas de la enfermedad[83]

.

Eran las consecuencias lo que más temíamos. Un problema es curar la enfermedad, el otro, lo que pueda suceder después. Esa era nuestra mayor preocupación. En esos días, lo más importante era mejorar a nuestra hija y no pensábamos mucho en el futuro. Más bien, no había tiempo para pensar: con una hija siempre a dormir, tres días sin conciencia, a tentar adivinar lo que decía, oír sus pesadillas, sus gritos día y noche, o por causa de la fiebre, o por causa de los dolores que causa la inflamación de las meninges, ese delicado tejido que envuelve el cerebro y la médula espinal. El problema nuestro era si hubiese o no consecuencias poco simpáticas. Los mayores problemas que causan una enfermedad, no son sólo las consecuencias directas de la enfermedad, pero sí los bien intencionados comentarios que acaban por meter miedo a quien tiene un brote de pasión, con esa dolencia. Los comentarios y los sentimientos de alerta ofrecidos gratuitamente por personas amigas, son, normalmente, la peor parte social de toda enfermedad. Nunca faltan las personas comedidas que nos dan consejos y no saben callar su boca. Desde que he sido padre de hijas que han tenido enfermedades causadas por virus o bacterias, he aprendido a visitar sin preguntar nada y esperar que las personas acongojadas hablen primero y, nosotros, callar lo más posible, hasta el punto de la descortesía. Quién tiene un vástago con una enfermedad grave, lo que menos desea oír son consejos de cómo tratar a la persona doliente. Para eso existen médicos. Nosotros, en La Rosaleda, teníamos los mejores. Pero en la aldea, mal aparecí yo, fui abordado por los vecinos que, prácticamente, me daban palabras de pésame, como si nuestra hija hubiera muerto. Por ser enfermedad endémica de la población, era, la famosa meningitis, una enfermedad social. Las personas tienen miedo de estar con nosotros, piensan que estamos contagiados y podemos transmitir la enfermedad.

 

Fue en esos días que aprendí que toda enfermedad puede tener dos aspectos: el biológico, y el social. El primero, es tratado por otros en el lugar que corresponde, en el hospital, sea la Clínica Miraflores en Viña del Mar, Chile, el ya referido de Edimburgo, en La Rosaleda en Compostela, Galicia, o Adenbrooks, en Cambridge, Reino Unido. Las personas saben, las personas pretenden saber los secretos de la de las dolencias. Nunca me olvido como Elida de Varela, llamada la bruja, vino a recitar plegarias e sahumerios cuando Eugenia estaba aún en casa, sin hablar y con mucha fiebre. Tenía toda la fe que recitar un Padrenuestro de atrás para adelante, o al revés, curaba no solo a las personas bien como a los animales. Cuando nuestro amigo y vecino Eduardo Fernández y Encarnación Ramos, su mujer, estaban a perder una causa de parto, la última persona a la que recurrieron, fue al veterinario, normalmente gratis, quien pagaba era la Empresa Nestlé, para quien ellos trabajaban en sus tierras y con sus vacas. Si para nosotros la enfermedad de Eugenia era un problema afectivo, Para Eduardo y Encarnación una vaca a morir era un problema de sobre vivencia: menos una vaca, y no podían vender todos los días los litros necesarios para mantener su trabajo en marcha, más una vaca, y no la podían mantener. Tenían lo que he llamado lo justo para su sobre vivencia como labradores Los "bichitos", como mi amigo Eduardo los llamaba, "los bichitos, Don Raúl, necesitan comidas especiales y sin esa comida, no dan leche.

 

¡Los bichitos son caros, Don Raúl... ! "[84]. Fue por eso que mandó llamar a Elida, él era católico romano y se ufanaba de serlo, pero tenía las formas de ser de lo que denomino en otros textos míos, ya citados en éste, la mente cultural. Elida trató con el Padrenuestro al contrario, y como la vaca no paría, al día siguiente estábamos ahí todos otra vez para rezar las letanías de San Antonio. Porque la falta de esa vaca causaba un problema financiero para ellos. Y del problema financiero, pasaba al problema emocional. Eduardo y Encarnación amaban a sus vacas, vivían de ellas, pero también vivían para ellas. Las sacaban a pastar en el fresco de la tarde, para limpiar las cortes de las vacas. Este trabajo de producir leche, les tomaba todo el día y todo el año. Para nuestros vecinos de Vilatuxe, los animales y los niños eran iguales, los trataban con el mismo cariño, aunque siempre observé que era más el cariño a las dadoras de leche, que el cariño a los niños. Es natural, los niños aparecían y era una mala inversión, las vacas eran compradas con el crédito que daba la empresa que era, para decirlo así, la propietaria de hecho de los animales y de la tierra.

 

(Continuação)

publicado por Carlos Loures às 15:00
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