(Continuação)
MEMÓRIAS DE PADRES INTERESADOS - ENSAIO DE ETNOPSICOLOGIA DE LA INFANCIA
Con todas estas personas aprendimos que no era difícil criar niños. Había que entenderlos antes y la comprensión venía sola desde esa mente cultural. Estoy seguro que la jovialidad de mi suegra Amanda, fue la que más nos enseñó a tratar a los niños, las niñas nuestras y a los otros: cariño, saber decir no en el momento cierto si hay un riesgo de caer o hacer una yaya[78], nunca corregir la forma de hablar, porque los niños adquieren vergüenza de hablar. Me hace recordar mi propia infancia, cuando mi padre un día me preguntara: "¿Para donde va, joven?. Distraído en mis cinco años de edad, respondí de forma muy chilena, en cuanto leía un libro: "P"allá" ¡Bueno! Mi padre me llamó y dijo: "¿Joven no sabe que se dice para allá? Para que no se olvide nunca, diga cien veces: para allá, para acá, y para que la lección no se olvide, cada palabra las debe decir moviendo la cabeza de derecha a izquierda". Rápidamente lo hice, estaba más interesado en acabar el libro que en castigos. Y, por hacerlo rápido, él, que contaba las veces que yo decía las palabras, al acabar, me dijo: "Bueno, bueno, ¿el niño es mañoso no?. Hágalo todo otra vez, pero con lentitud y calma. Perdí una hora de lectura de mi libro especial. Lección que no he olvidado en toda mi vida porque me enseñó cómo y por qué no se debe castigar a un niño de forma tan estúpida. Nunca lo hicimos con nuestras hijas. Era más una manera de saber criar.
Bueno, el desgarro del texto ha sido grande. Quería relatar de forma breve, lo que aconteció con Eugenia en Vilatuxe y nuestra fama de no ser padres que supieran cuidar a sus hijos. Nuestro médico estaba en Lalín, el Médico Jesús Tancredo, al que llevábamos a las niñas porque sí o porque no. El no se quejaba, recibía dinero... Pero un día dijo que ya estaba cansado de atender a nuestras hijas, no estaban enfermas y nosotros temíamos mucho. Ya con mi hermana en casa, llegó el día en que debía dar una conferencia en la escuela, en Noviembre de 1975, con ese frío terrible de las llamadas en Gallego Rías Altas, o la parte de la cordillera de Pontevedra, en dónde estaban Vilatuxe Parroquia y Lalín, Consejo. Eugenia tenía dolor de cabeza y de cuello y comenzó a subir su temperatura. Fui informado de este estado cuando estaba a dar mi conferencia, que cerré de inmediato. Solicité a mi amigo Maestro, como llaman allí a los Profesores Primarios, para llevarme a Lalín, ese elegante y lindo y muy señor, Manuel Pichel González, casado con una linda muñeca, una de las varias niñas de ojos celtas, azules, pero muy deprimida Maria de la Flor González, o Mariflor, como ella gustaba de ser llamada, de la casa de Barrosos, como son conocidas las persona por allí, por el nombre de la casa y no por el nombre de las familias propietarias o que las habitan. En otro texto, refiero la llegada de amigos míos a Vilatuxe, preguntaran dónde era la casa del Dr. Raúl Iturra, nadie sabía, la casa del Señor Iturra, también nadie sabía, exasperado ya, preguntó el jefe da la familia que nos visitaba, Milan Stuchlick, la casa de Don Raúl, también no funcionaba, hasta decir él, que era un señor con su mujer y dos hijas y que usaba pelo largo, amarrado como cola de caballo. ¡Ah!, Habrían exclamado todos, ¡la casa del Chileno! Y fue así que me ellos dieron con nuestro paradero, yo quedé a saber el sobrenombre por el cual éramos conocidos, ellos encontraran nuestra casa y también recuperé mi nombre. Supe así también que las casas no son conocidas por el nombre de los propietarios o de sus habitantes, bien como por una característica diferente, que destaque al individuo de ese conglomerado sitio llamado aldea, donde todos hacen las mismas cosas, al mismo tiempo. Los grupos precisan de saber las características individuales para diferenciar el día de la noche, el cielo del infierno, para desorganizar la rutina que los hace un colectivo de personas y no un grupo de individuos, como acontece o en las ciudades o en los medios donde el capital identifica rápidamente: quién tiene, quién nada posee.
Esta forma de estructurar la identidad colectiva, había sido explicada a nosotros por varios, pero cuando se vive el hecho, es que, finalmente, se entiende. Así fue en nuestra primera visita de los años setenta, bien como en el reestudio que hice en los años 90, mas exactamente en 1997[79]. Así conocí a los Medela, que en el reestudio me dieran albergue, y a ese mi amigo Manuel o Manolo, como se llama en España a los que poseen el nombre de Manuel, Manolo, esa metáfora de esquivar, como en la plaza de toros, una manolada, cuando se pasa el paño rojo en frente de los ojos del toro. Ese mi amigo, a quién siempre preguntaba yo si querían hijos o no, porque ya estaban casados hace muchos años. Su respuesta fue rápida: que querer tener niños, él adoraba, pero después, tomando mis manos, casi a llorar, me explicó que el horno de hacer niños estaba muy frío, motivo por el cual su semilla no cuajaba, una forma elegante de decir problemas íntimos que nunca hasta hoy, he revelado. Esa intimidad inexistente, era aliviada por mi amigo en otras relaciones en su Parroquia original de Anseán, limite de la nuestra de Vilatuxe e de sus familias. Eran primos directos y él pensaba ser ese el motivo para no tener hijos. Fue necesario que yo le explicara que el matrimonio entre primos no estaba prohibido, que el Derecho Canónico había cambiado, como explico especialmente en un texto mío, editado en Gran Bretaña y traducido al francés, citación que hago para no dar tantas vueltas al asunto del casamiento y los hornos fríos[80]. La explicación hecha para ahorrar que no era ese el motivo, sino más bien el otro, ese de la frialdad de su mujer. Me parecía también que andaban otros amores por el medio, pero, como la historia ano es mía, nada más digo.
Las emociones pueden ser muy frágiles y muy poco culturales, eventualmente. En una parroquia pequeña, devota de la Iglesia Católica, acontecen relaciones conocidas por todos, pero nunca dichas o comentadas, o, entonces, comentadas en silencio con un picar de ojo y entre personas de confianza. Era el problema de mi amigo, quién normalmente desparecía un día entero y volvía a casa feliz y sonriente. Más de una vez lo acompañé a su aldea de nacimiento, y pude observar sus reacciones frente a otras persona, el fuego de su mujer se había apagado, llegué a la conclusión, porque el fuego de mi amigo ardía de otra manera, de una forma que él entendía y su mujer, no, ni quería saber. Del asunto nunca más hablamos, hasta encontrarlos otra vez en mi citado reestudio de la Parroquia de Vilatuxe, que a nada llevó, excepto a saber que Mariflor tenía una casa de lujo. Su madre había muerto, su padre estaba viejo y con la mente perdida. Mariflor usó su nuevo poder adquirido para realizar las obras que ella deseaba hacer en su casa. Bien me recuerdo del día en que nos enseñó, a Gloria y a mí, su casa por fuera, ella no aceptaba la realidad de ser de la vida rural y tener una casa de piedra. Gloria y yo nunca fuimos convidados a entrar, Mariflor admiraba la forma en que Gloria había arreglado nuestra casa rural, para nosotros una casa pobre, pero para ella, con el ansia de tener todo nuevo, todo pintado de blanco dentro de casa, paredes, techo, puertas color chocolate, rascuñadas con un instrumento de metal, los manteles de mesa en batic", era una novedad para nuestra amiga. En mi reestudio, observé que había convertido la casa de piedra antigua, en una fortaleza preciosa y muy bien decorada, toda pintada de blanco mate, con cortinas de velo, sobre cortinas de blanco amarillo y el piso todo alfombrado con tejido de lana con pelos blancos. Era como entrar en una casa japonesa: yo me reía por dentro, estaba todo copiado de los gustos de mi mujer, de los que ella había anotado todo y así rehizo su casa. Me reía, decía yo, porque cuando llegué a almorzar, antes de saludarme, corrió y me dijo: "espera, espera, espera", agitando las manos, pensaba yo de alegría por ver, 24 años después, a un amigo íntimo. Pero, ¡ay de mí!, No, era para pararme en la puerta, descalzarme los zapatos, sucios como estaban con el natural barro de greda de la calle siempre mojada por la eterna lluvia gallega, calzarme unas pantuflas, tirar mi poncho chileno, y, ¡señor lector, no puedo dejar de reír cuando escribo esto!, Sentí que era condicionalmente bienvenido. Mariflor había invertido su ardor en... arreglos de casa aprendidos de mi mujer y sus elegantes amigas de Santiago de Compostela, que tenían casas de palacio... Cuando Manolo llegó a almorzar, saludó con respeto pero con un ojear distante: había problemas en la escuela al quejarse los padres de los niños, estudiantes de Manolo, de no estar muy atento a su crecimiento, o que interfería mucho en el crecimiento de los jóvenes, quejas que causaban problemas para él y para los vecinos, que los habían aislado, porque el Maestro no sabía enseñar o sabía mucho y decía lo que no era conveniente y adecuado a esos jóvenes, y por el llamado nariz respigado de Mariflor, que no hablaba con sus vecinos. Después de una hora de almuerzo, dónde todo me era preguntado, volví a casa para descansar, mis hospedes Medela me contaron historias de esa pareja que, por simpatía para ellos, no cuento, para que el papel no se rasgue de tanta vergüenza. Fue esa historia que me llevó a diseñar mi propia pedagogía y mi relación con nuestras, como se dice en lengua luso-galaica, catraias o hijas.
Fue lo que me hizo pensar que debe haber una cierta distancia entre las intimidades de los más jóvenes y las nuestras, aunque sean nuestros hijos.. Nos vimos dos horas, con un hombre muy envejecido, el padre de Mariflor, José Gonzáles, con el apodo de El Barrocal, que nos regalaba leña en los años setenta para calentar nuestra fría casa, visité la habitación del segundo piso, donde Manolo había sido segregado a una habitación solitaria, y nunca mas los vi. Esos amigos que, prácticamente, vivían en nuestra casa en los años 70, que nuestras mujeres salían juntas para Compostela e nosotros, para las aldeas que Manolo me explicara siempre. Talvez, era conveniente e adecuado decir que aprendí no apenas esas ideas de intimidad y distancia, bien como pensé que debía evitar amigos de conveniencia.
Bien, el desgarro del texto ha sido grande. Aún no he llegado al relato final de la meningitis de Eugenia. O, talvez, quiera evitarlo. Me siento... culpable... El trabajo era mío y quién estaba a pagar por la investigación, era nuestra hija mayor, porque Gloria ya estaba habituada a nuestra forma de vida en la aldea y no quería irse de vuelta al Reino Unido, en el día en que debíamos partir. Es evidente que la enfermedad de Eugenia atrasó la partida. Pero no causó alegría en ninguno de nosotros el hecho de demorarla, por causa del motivo de la tardanza. Aún más, debíamos partir porque, como he narrado en otro libro mío, tenía un pasaporte temporal, de corta duración, dado por el ciudadano Español, Cónsul de Chile en el Puerto de Vigo, por simpatía para nosotros, perseguidos como estábamos en todo el mundo, por la Dictadura de Chile. El Cónsul que había sido Republicano en sus tiempos, otorgó una visa de dos meses, en Noviembre de 1975, que expiraba a finales de Enero de 1976. Y la enfermedad de Eugenia fue en Noviembre. Nos sentíamos acosados por todos los sitios. Cuando reparé en la enfermedad de Eugenia, fui de inmediato a nuestro pedíatra de Lalín, quien nos dijo que no debía ser nada. Yo insistí mucho, relaté con el mismo fervor que había hablado en el Hospital de Edimburgo sobre el envenenamiento alimentar de Eugenia, pero un tuve éxito, el médico ya estaba habituado que por todo o por nada, estábamos en su consultorio. Me dijo que me fuera a casa o llevara a la niña, a las dos, porque si era lo que yo decía que parecía ser, una meningitis, había peligro de contagio para nuestra hija más pequeña. Repliqué de inmediato que por causa del frío, no las podía llevar a la calle, él, irónico, dijo que si era como yo decía, mucha fiebre, la nieve haría bajar la temperatura. Como no tenía alternativa e era un Viernes y los médicos no trabajan durante el fin de semana, me sentí desesperado y las fui a buscar. El médico las revisó, dio su diagnóstico y decidió, en su médica sabiduría, que la niña tenía solo un catarro con otitis.
Nada contento, volví con ellas a nuestra casa de la aldea. Esa noche fue en vela. Eugenia paseaba sonámbula por la casa, con nosotros sin saber qué hacer. Después, comenzó a dormir y tenía el cuello tieso. De madrugada, ese Sábado que nunca olvidaré, fui a correr al médico, ya estaba a preparar todo para volver a su casa de Compostela, pero al oír mi relato, dijo: "Bueno amigo, yo lo llevo, su casa, me queda en el camino a Santiago". No abrí la boca para que no se fuera a arrepentir. En vista de mi silencio, él fue cantando y yo, muy herido con todo, ni lo miraba. Bajamos en casa, entró, mal vio a la niña en la cama, la auscultó y dijo: "Joder, Ud. tenía toda la razón, parece ser meningitis, el problema es saber el tipo, si es de bacteria o de virus y sólo será posible saber si vamos a la Clínica y es allí analizada. Hay dos tipos, la que mata y la que lesiona, es decir, de batería o de vírus". Yo tenía todo, excepto dinero. Pero nuestra hija, como hace cantare Mozart en su Ópera Cosi fan tutte[81] que las personas amadas por nosotros, valen un Perú, es decir, una referencia a la estimada riqueza de oro de la hoy República del Perú. No pensé ni un minuto, pregunté cuál era la mejor Clínica de Compostela. Era, por supuesto, La Rosaleda, la mejor y la más cara. Pero los padres no nos fijamos en gastos en estos casos, por la que a La Rosaleda, nos dirigimos de inmediato. Para no quedar solos, llamamos a nuestros amigos Xosé Manuel Beiras y, en ese tiempo, su mujer, Teresa García Sabell.
Corrieron a la clínica. Xosé Manuel decía: "Es que no es posible, no puede ser. La meningitis es endémica en Galicia y justo tenía que acontecer a la familia más sacrificada, mas entregada a la investigación de campo, eso que nosotros nunca hemos podido hacer", y, con desesperación, se paseaba por los corredores en cuanto la niña era examinada, agarrando la cabeza con dos manos. De padre sufriente y acongojado, tuve que pasar a ser amigo que apoyaba, marido que apoyaba, paciente que apoyaba a un médico arrepentido por no haberme creído a tiempo, por haber desconfiado de nosotros. Ese apoyo me salvara de perder la cabeza y de entregarme, yo mismo, a la desesperación, porque, desesperado, eso estaba yo. Sabía también que un padre que pierde la cabeza nada puede hacer, ni salvar a su hija, que era lo que pretendíamos. La meningitis había sido adquirida por Eugenia en sus costumbres de jugar con sus amigas entre las vacas de los establos, o cortes, como se dice en luso galaico, y que los gallegos republicanos y contra Franco, aún vivo y dictador, hacían bromas: "Las cortes de Franco tienen...vacas y están llena de bostas". Tenía la esperanza de que fuera una meningitis bacteriana e no viral. La bacteriana es curable, la viral deja secuelas o mata.[82]. ¡Nunca en nuestra vida habíamos estado pendientes del color,excepto en el batic´ de Gloria, como esta vez, de una enfermedad! Si el líquido raquídeo era negro, entonces era viral y mata; si el líquido fuera blanco, era de bacteria, posible de curar de inmediato. Cuando Angel Pensado el médico salió del quirófano, donde estaba Eugenia, ese sitio que, en la infame práctica de los médicos no nos dejan entrar para estar con las personas que más amamos, dijo por suerte el líquido es de color blanco... Como en el nacimiento de Eugenia, que no me fue permitido entrar al quirófano de dar a luz, como he referido en otros libros míos. Cuando Ángel salió, decía, venía aliviado: el líquido era blanco, era bacteria que, con penicilina sódica, podía ser curada. ¡Bueno, bueno, bueno! La niña estaba a ser salvada. Como es posible imaginar, no abandoné ni un momento a nuestra hija. Nuestra suerte era que mi hermana Blanquita, mi cuñado Miguel y la hija de ellos, Alejandra, de tres meses, estaban en nuestra casa de la aldea, para cuidar a nuestra Camila, que no podía entender en sus cortos año y medio de edad, lo que pasaba en casa, por qué los papás no estaban, especialmente su Daddy, o así lo quiero recordar yo y así quiero pensarlo. Gloria dormía en casa de los Beira, ese nuestro hogar en Compostela, y yo, en el Hospital. Cuando Eugenia estaba mejor, fui de inmediato a Vilatuxe para traer a la más nueva, Camila... quién... no quería ir. ¡Ella adoraba estar con sus recién conocidos tíos! Tuve que dejarla en su santa libertad, lo que era menos un peso para nosotros. No sabía lo famosos que éramos, pero, como siempre se dice, los amigos se conocen en la cárcel y en las deudas, agrego, y también en la enfermedad.
Fue lo que pasó con nosotros, era un desfile de gallegos de Compostela y de Vilatuxe, para saber como estaban Eugenia y sus papás. Hasta dinero nos querían ofrecer... Especialmente nuestra amiga monja, Carmen Cervera, esa monja madrileña que, como relato en otro libro mío, me dijo que había dejado su Convento sin monjas, porque había hablado allí sobre nuestro internacional movimiento de Cristianos para el Socialismo. Agradecí el dinero, pero no lo acepté, antes pedí que, como era una persona creyente y de fe, que fuera a orar por nuestra hija, por causa de las posibles secuelas de la enfermedad[83].
(Continua)
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